Breve reflexión sobre la guerra contra el Estado Islámico.
Cuando las naciones están dispuestas a morir por preservar sus ideales, y cuando esos ideales se plantean profundamente opuestos e irreconciliables, entonces la guerra es inevitable.
Mientras, de manera consecuente con la fe que profesan, los yihadistas anhelan un estado regido por su religión y luchan por instaurarlo, los defensores de la democracia y los derechos humanos, también de manera consecuente con estos principios, reclamamos la libertad de culto y que los Estados sean democráticos y Laicos. Este, en último término, es el problema que debería resolver la actual guerra contra el Estado Islámico.
Nótese que no utilizo ningún término tendencioso y menos peyorativo contra los yihadistas. Ante todo cualquier ser humano que es capaz de ofrendar su vida por un ideal, merece todo nuestro respeto; sin importar que esos ideales sean contrarios a los nuestros. El llamarlos fanáticos o aplicarles cualquier otro adjetivo para descalificarlos, es injusto. Basta con asumir que es nuestro enemigo y que está dispuesto a matarnos, por lo que debemos asumir nuestra defensa.
Y tampoco quiero pecar de candidez pretendiendo que los aliados (34 países, entre los cuales se cuentan los más poderosos del mundo, excepto China) emprendieron la guerra por la defensa de los derechos humanos y la democracia. No tengo la menor duda que en su intervención priman los cálculos de posibles réditos económicos y políticos. Sin embargo, tendrán que asumir que mientras existan estados que nieguen y proscriban nuestros derechos fundamentales, como la libertad de culto, y proscriban los avances de la democracia moderna, siempre existirá el peligro de ataques como los sucedidos en París la semana pasada, la paz mundial siempre estará amenazada.
Los aliados tendrán que deponer todo cálculo político o económico y anteponer la defensa conjunta de la democracia y los derechos humanos para derrotar al enemigo yihadista. Y tendrá que ser en el campo de batalla, soldados contra soldados.
martes, 17 de noviembre de 2015
viernes, 22 de mayo de 2015
EL DUEÑO DEL PALO (un cuento breve)
Allá
por la década de 1970, en el pequeño pueblo amazónico donde crecí, la casa
donde de niño yo vivía con mi padre y tres hermanos, de los cuales yo era el
segundo en edad, tenía un patio enorme, lleno de enormes árboles frutales, tan
enmarañados que yo jugaba a ser Tarzán. Incluso llegué a construirme una
pequeña cabaña en medio de esa “selva”. No puedo dar una razón pero yo jugaba
la mayor parte del tiempo solo a pesar de tener un hermano y dos hermanas y
aunque era costumbre infundir temor a los niños sobre los peligros de andar
solos lejos de la casa. Por supuesto la forma más extendida de mantener
controlados a los niños eran las historias de duendes. Como en la mayoría de
las culturas, nuestros duendes eran personajes con características muy
regionales, que se cubrían con un gran sombrero de saó y engatusaban a los
niños para raptarlos y no devolverlos más. A pesar de que, como dije, estos
cuentos eran utilizados para intimidar a los niños, la mayoría de los adultos
creían en su existencia real. Era frecuente encontrar caballos con las crines
trenzadas y a nadie le cabía duda de que era obra de un duende que los había montado
para hacer quién sabe qué fechorías.
Nuestro
duende era verdaderamente malicioso. Pero a este personaje se le sumaban otros
más terroríficos y perversos, que pululaban en las noches, como el “pata de
caballo” y el “silbaco”. El “pata ´e caballo” era el mismo diablo; encontrarse
con él era algo que nadie querría. El “silbaco” era un misterioso ser, que
nadie ha visto sino apenas oído, cuyo silbido terrorífico significaba
desgracias donde se oyere.
Vivía
yo, pues, en ese ambiente de fantasía y temores, por lo tanto no es de extrañar
que haya sido muy receptivo a las historias que se contaban como reales.
Por
ese tiempo, una muchacha de ascendencia indígena trabajó como doméstica en nuestra
casa. Yo tenía unos siete años y escuchaba con gran interés y curiosidad las
frecuentes historias que ella nos contaba. No eran cuentos, al menos eso
explicaba ella, sino cosas de la vida real. Entre sus historias existían
algunas versiones de biografías y milagros de santos que fueron traídas por los
evangelizadores y que se convirtieron en parte esencial de la nueva cosmovisión
que generó la evangelización en nuestros pueblos amazónicos. Pero también contaba
otras historias que eran muy propias de ellos,
como la existencia del Dueño del Palo.
El
Dueño del Palo es, en otras palabras, el Señor de los grandes árboles. Pero no
es un solo individuo, sino que cada gran árbol tiene su Dueño del Palo. Estos
seres, que, por las cosas que se saben de ellos, tienen forma humana, son de
consistencia tal que moran en el interior de un árbol igual que una persona
puede morar en una cueva o un animal en su madriguera. En ocasiones estos seres
se reúnen en los más grandes árboles para confraternizar o para tomar
decisiones. No se sabe si nacen y mueren o si han existido siempre, pero son
poderosos dueños de todos los árboles existentes a su alrededor, así como de
todos los seres que habitan en ellos. Cuando un ser humano huella esos remotos
lugares en busca de caza el dueño del palo lo atrapa manteniéndolo alrededor
suyo hasta su muerte. Algunos que han logrado escapar cuentan que por más que
se alejaban del gran árbol donde moraba el Dueño del Palo, siempre volvían a
éste. Y así hubiesen muerto de no ser porque otros cazadores que pasaban por
allí escucharon sus gritos de auxilio y fueron a rescatarlos. El Dueño del palo
no suele atrapar a personas en grupos numerosos, quizá porque entre ellos van
niños y mujeres inocentes; pero se han dado casos de grupos enteros de
cazadores que han muerto atrapados por el poderoso y ofendido Dueño del Palo.
El
Dueño del Palo es el cuidante y protector del monte y de todos los seres que lo
habitan. No se conocen los límites de los territorios de cada uno de ellos pero
se sabe que en conjunto lo abarcan todo. En general permiten a los hombres
cazar y recolectar siempre que no lo hagan demasiado cerca de los grandes
árboles que son sus moradas. Los Dueños del Palo no sólo cuidan y protegen el
monte, sino que el monte es una extensión de ellos, es parte de ellos. Sin
ellos el monte no puede existir y este es un misterio similar al de la
Santísima Trinidad. Se cuenta de una
tribu que ávida de caza decidió derribar el gran árbol que amenazaba con
atraparlos, y hacha en mano socavaron el gran tallo hasta lograr que cayera.
Fue lo pero que pudieron haber hecho. Al poco tiempo los demás árboles
languidecieron y toda la exuberancia del monte desapareció junto con los
animales que la tribu ambicionaba cazar.
Cuando
era estudiante universitario me enteré de que la creencia en el Dueño del Palo
era común a muchos pueblos amazónicos y de que existían estudios que afirmaban
que esa creencia tenía bases empíricas. La creencia de que los grandes árboles
atrapan a los cazadores se había originado en el hecho de que los seres
humanos, cuando carecemos de referencias que nos permitan seguir una
determinada dirección, tendemos a caminar en círculos, y los indígenas caían en
cuenta de que caminaban en círculo cuando reconocían el mismo gran árbol,
concluyendo que éste los atrapaba. Asimismo, se sabe que los grandes árboles
prácticamente generan un pequeño ecosistema a su alrededor, por lo que al desaparecer
él, este ecosistema también desaparece. Fue entonces que recordé esas historias
de los dueños del palo que nos contaba esa lista muchacha cuando mis hermanos y
yo éramos niños. Como era muy niño, ya no recordaba los detalles de esas
historias, así que cuando volví a mi pueblo fui a buscar a la simpática
muchacha de los cuentos, quien lógicamente, después de más de quince años, ya
era una mujer adulta aunque todavía joven. Para mi sorpresa y decepción, cuando
le pregunté por las historias del dueño del palo me dijo categóricamente que
ella no sabía nada sobre esas creencias ni conocía ninguna historia que se
parezca.
No
quise pensar en los motivos por los que esta señora cuyo nombre y rasgos yo
recordaba muy bien, negó haberme contado esas fantásticas historias. Pero es posible
que ella no me recordara con la misma intensidad con que la recordaba yo. Hasta es posible que no guardara ningún
recuerdo de mí. Después de todo estuvo con nosotros apenas unos dos o tres
meses. Pero ese era el tiempo que duraba una vacación escolar, y fueron, para
el niño que era yo, una larga temporada, después de la cual yo había encontrado
a todos mis compañeros de escuela mucho más crecidos.
Pero
además de esas historias yo recordaba haber escuchado otras, de otras personas,
en esos años de mi temprana niñez. Por lo tanto decidí preguntar a la gente
oriunda del lugar qué podía contarme del dueño del palo. Quedé más sorprendido aun
cuando sin excepción todos negaron conocer nada al respecto. Entonces sí me
quedé pensando en lo que ocurría o había ocurrido. Y lo que concluí era
terrible.
El progreso
había llegado a ese pequeño pueblo cuyos habitantes eran minoritariamente de
origen indígena. En los últimos quince años ningún niño había aprendido el
idioma indígena que hablaban los antiguos habitantes del lugar. Las personas de
las que yo escuché repetidas veces las historias del dueño del palo eran los
ancianos de entonces. Las personas de mi generación había dejado de utilizar
las pocas palabras de ese origen que solían usarse cuando niños, y ávidos de la
cultura insurgente, habían olvidado pronto esas historias desconocidas. Era una cultura que había muerto.
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