CAPÍTULO
I
MI
ENCUENTRO CON EL PROTAGONISTA DE ESTA HISTORIA
Era un personaje alucinado. Y a veces era
también alucinante. Siempre empeñado en buscar explicaciones para todas las
cosas que llamaban su atención, sumergiéndose apasionadamente en todas las
fuentes a su alcance (que siempre eran pocas), y rumiando en su cerebro la
información que obtenía hasta que lograba las conclusiones que lo apaciguaban. Algunas
veces lo escuché exponer sus conclusiones con tanto entusiasmo, que parecía que
estaba realizando un gran descubrimiento para la humanidad.
Lo conocí por pura casualidad en un taller de
actualización de cierta normativa legal de los muchos a los que solemos asistir
los funcionarios públicos, en este país donde cambiar y dictar leyes se
presenta como prueba de buena gestión. Yo tenía en mis manos un cuento, que había
descargado de un blog de internet, impreso en unas hojas sueltas. Como él
estaba a mi lado vio el título del cuento “Ernesto Ribera” y me pidió que se lo
mostrara. Luego de examinarlo rápidamente me dijo que lo había leído y que
conocía a su autor.
-Es un tipo que nunca se animó a presentar sus
obras a una editorial para que sean publicadas –me comentó con cierto aire de
conmiseración-. Parece que no tiene mucha fe en sí mismo. Hace unos años se
creó un blog donde empezó a publicar algunos cuentos y poemas. A mí
personalmente me gusta su estilo y su temática. Pero a mi juicio es otra víctima
de la lamentable moda de creer que las culturas indígenas o ancestrales son más
sabias que las actuales, o mejor dicho que la actual, porque toda cultura es
básicamente el conjunto de conocimientos que le permiten a una población
satisfacer sus necesidades y en cierta forma también las determinan; y
actualmente los conocimientos son universales.
Yo no había leído aún el cuento, pero su
comentario me molestó un poco. Yo, joven profesional, ambientalista y
contestatario, crítico de esta “sociedad de consumo”, hasta entonces había
considerado como un hecho incuestionable la superioridad de nuestras antiguas
culturas en muchos ámbitos del conocimiento humano, como su profundo
conocimiento de la naturaleza, sus conocimientos cosmológicos y su
interrelación con el medioambiente, además de sus admirables organizaciones
sociales. Nunca antes me había encontrado con alguien que tan resueltamente
calificara eso como “lamentable moda”.
-Yo no lo he leído todavía –contesté
intentando ser cortés- y no sabía que se trataba de indigenismo. Pero
personalmente soy un admirador y defensor de nuestras culturas ancestrales. Y
no porque sea una moda, sino más bien porque es una responsabilidad con la
humanidad y con el planeta, porque esas civilizaciones han existido por milenios
sin alterar el medioambiente.
-Claro que es así, al menos en escala
planetaria – me replicó vivamente-, porque hasta ahora ninguna civilización
había sido tan grande como la nuestra. Pero en relación a sus propias
dimensiones hay evidencias de colapsos medioambientales provocados por muchas
de ellas, como el caso de los mayas en Centroamérica y los rapanui en Isla de
Pascua.
No tuve oportunidad de contestarle porque el
taller ya había empezado y tuvimos que prestar atención al expositor de turno. Después
de esa breve charla no volví a conversar con él hasta después de algunas
semanas, precisamente en otro taller, donde para mi sorpresa él fue el
expositor.
Al volver a casa, donde no tenía internet, comencé
a leer el cuento que tenía impreso, y como en mi nuevo encuentro con el curioso
personaje de mi charla anterior hablaríamos precisamente de este cuento, aquí
lo transcribo tal cual:
PARTE I
Ernesto
Ribera era un ex estudiante de sociología en la ciudad de Santa Cruz de la
Sierra.
Cuando
abandonó su pueblo para venirse a trabajar y estudiar fue un verdadero alivio
para su padre, que tenía ocho hijos más. –Sé que al final terminaré la carrera,
pero que la termine pronto, dependerá de que encuentre un empleo que me permita
hacerlo; después de todo es muy difícil poder concentrarse debidamente en el
estudio cuando uno trabaja de cualquier cosa para ganarse la vida -decía
Ernesto a su familia-.
Su
padre era admirador de Ernesto Guevara, el Ché, y por eso le puso ese nombre.
Entre sus compañeros de estudio era conocido por hablar y conocer sobre temas
muy alejados de los que ocupaban a los demás, y además por hacer comentarios
que cuestionaban o negaban conceptos ampliamente aceptados. Esta actitud le
valió el apodo de “el filósofo” con que sus compañeros se referían a él no sin
algo de sorna. Uno de los comentarios que vertía entre algunos compañeros con
mayores inquietudes que la mayoría, con quienes solía tener discusiones sobre
temas como política y filosofía, estaba referido al famoso guerrillero de quien
llevaba el nombre.
–Por mi parte -había dicho una vez- este personaje
tan querido por la juventud, merece todo mi respeto y lo considero un símbolo
de la nobleza humana; y aunque no comparto sus ideas, admiro su nobleza y su
espíritu de sacrificio. Pero yo tengo otros héroes. Los héroes míos rara vez
arriesgan sus vidas o sufren torturas físicas; pero consagran sus vidas a la
verdad y por ello sufren torturas peores, como la soledad y la incomprensión.
Seguramente querrán que mencione algunos de estos héroes… pues no abundan, pero
hay bastantes: Entre los más grandes están Friedrich Nietzsche y Baruch
Spinoza.
Como
sabía que ese comentario lo hacía aparecer como pedante ante sus compañeros,
queriendo mostrar que no pretendía parecer complicado había agregado:
–Tal
vez deba explicar un poco la opinión que tengo respecto al Ché. Yo pienso que
es la conciencia lo que hace libres a los hombres, no los libertadores. Los
libertadores fácilmente acaban convertidos en nuevos opresores. Esto es algo
que yo percibo con toda claridad, pero no me pidan más explicación, yo no soy
filósofo, aunque me gusta la filosofía, porque sinceramente no sé de dónde
saqué esa idea.
Por
esas actitudes e ideas nadie de entre su entorno se sorprendió de que un día
hiciera lo que hizo.
PARTE II
Todo
comenzó cuando Ernesto visitó una comunidad indígena paiconeca, en la provincia
Ñuflo de Chávez. Acompañaba a un consultor que estaba realizando un estudio
sobre las potencialidades productivas de estos indígenas. La comunidad estaba
ubicada a orillas de un arroyito de aguas cristalinas, en un terreno algo
elevado, que era permanentemente acariciado por una refrescante brisa y que
permitía una preciosa vista de la serranía que se extendía hacia el horizonte.
Era un conjunto de unas 14 viviendas familiares, construidas
con paredes de “tabique”, que es como le llaman a las paredes construidas rellenando de barro un armazón de
cañas; tienen pisos de tierra compactada a golpe de pisón; los techos son de
hojas de palmeras de cusi o motacú; en su mayoría tienen sólo dos
habitaciones, complementadas con una pequeña construcción aledaña de una sola
habitación que funciona como cocina y depósito.
El
consultor había organizado una reunión con toda la gente de la comunidad “con
el objeto de obtener información de primera mano sobre sus problemas y sus
potencialidades” explicó. Se encontraban en la casa comunal, que en las mañanas
servía de escuela, en las noches y los domingos servía de iglesia, y en
ocasiones como ahora servía de sala de reuniones. Toda la gente de la comunidad
estaba reunida, y aunque Ernesto Ribera estaba concentrado en tomar notas y
llenar los formularios con las respuestas que daba la gente a las preguntas que
formulaba, explicaba y ejemplificaba el consultor, le llamó la atención
sobremanera la evidente distensión de todos los presentes, tan evidente que
casi se percibía un aire de felicidad en los rostros de cada uno de ellos. Al
terminar la reunión los comunarios les invitaron un guiso de tatú, animalito
que todavía abunda en la zona, y un refresco de achachairú, vistosa y deliciosa
fruta que es endémica de esa región. Ernesto no pudo dejar de admirarse por ese
aire de felicidad y alegría que se percibía en esas gentes tan hospitalarias, y
empezó a pensar en las razones y cosas que podían explicar eso. Observó que
había una vivienda en construcción y se dio cuenta de que concluirla les
llevaría muy pocos días. Al ingresar a una de las viviendas observó que casi todo
el mobiliario lo hacían ellos mismos: sillas, bancos, mesas y catres. Notó que
la habitación tenía estrictamente el mobiliario imprescindible, por eso, a
pesar de ser pequeña, era muy cómoda. Por sus características, sus techos y
paredes mantenían una temperatura fresca y agradable todo el tiempo, aunque
afuera haga calor o haga frío. En los alrededores de las viviendas cada familia
tenía su chaco, donde sembraban Maíz, Arroz, Yuca, Plátano, Caña, Frejol,
Camote, Maní y Joco, y en menor extensión frutas como Piña y Sandía; También
cultivaban pequeñas plantaciones de cítricos como Limón, Naranja, Mandarina,
Lima y Pomelo, y algunos otros pequeños árboles frutales como Guayaba y
Chirimoya. A pesar de la variedad de cultivos, la extensión cultivada por cada familia
rara vez excedía una hectárea. Otra vez Ernesto pudo notar claramente que sólo
cultivaban lo necesario para su propio consumo.
Entonces
tuvo una especie de revelación. Fue algo casi glorioso. Comprendió porqué esos
seres vivían maravillosamente felices: era porque tenían todo el tiempo del
mundo para serlo.
Ernesto
vio claramente la diferencia entre esos comunarios y la gente común de las
ciudades: mientras las personas de las ciudades dedican la mayor parte de sus
vidas a trabajar sacrificadamente para adquirir todo lo que necesitan, ellos lo
obtienen todo de la naturaleza en poco tiempo. Y sintió que percibía claramente
la locura del mundo. Porque había otra diferencia, una diferencia grotesca: La
gente moderna no se conforma con nada, si consiguen una casa cómoda ya quieren
una lujosa, si consiguen tener un buen automóvil ya quieren tener otro más
nuevo o más grande, nada los sacia, cuanto más tienen más quieren, y en esa
locura viven desconfiando los unos de los otros, desconfiando incluso entre
hermanos y entre padres e hijos; viven queriendo ser cada uno más que el otro o queriendo no ser menos que el otro,
obsesionados con falsos estereotipos, esclavos de inútiles posesiones. En
cambio, la gente de esa comunidad indígena estaba completamente libre de esa
trágica locura. Azorado, Ernesto se decía a sí mismo:
–Siembran
sólo lo que van a comer, nadie desconfía de nadie, no se preocupan por
superarse los unos a los otros y se ayudan en todas las actividades que
realizan, pueden darlo todo incluso a un desconocido porque lo que tienen lo
hacen ellos mismos y es tan poco que lo pueden volver a hacer fácilmente; y
tienen sólo lo que en verdad necesitan, la cama donde descansar y hacer el
amor, las sillas y la mesa para servirse y compartir sus alimentos, y sus
herramientas y armas para obtenerlos de la pródiga naturaleza.
Entonces
preguntó a los indígenas qué se tenía que hacer para vivir en la comunidad.
–Nada
-le contestaron- sólo se viene y nosotros le ayudamos a hacer su casa. Hace
falta gente, ya quedamos muy pocos –continuaron– muchos se han ido a la ciudad
y nunca más han vuelto.
PARTE III
Al
volver a Santa Cruz, la ciudad le recordó a Ernesto que no tenía casa, que
quizá nunca pueda tenerla, puesto que con los doscientos o trescientos dólares
que ganaba al mes no podría ahorrar nunca para comprar una. Incluso conseguir
una pequeña casa para pagarla a crédito era muy difícil para las personas de su
condición, pues igual necesitaban un monto importante como pago inicial;
además, la idea de pagar religiosamente las cuotas de un crédito durante 15 o
20 años le parecía horrible, era como esclavizarse voluntariamente, era
prácticamente vender el alma al diablo. Por otra parte –pensó con resignación-
él tampoco tenía la opción de un crédito, porque no tenía un empleo fijo.
En
su caliente habitación sudaba día y noche, mientras leía un libro o miraba en
la televisión alguna película estrenada varios años atrás y que se había
exhibido ya repetidas veces en el mismo canal.
–Cómo
es posible que siendo que en casi todos los países del mundo se producen
películas, en la televisión sólo pasen películas de hollywood, que son más
propaganda política norteamericana que otra cosa; por lo menos deberían pasar
todas las películas nacionales y buena parte de las películas de nuestros
vecinos latinoamericanos -protestaba Ernesto ante sus pocos amigos-.
Salía a refrescar por la avenida Cañoto y con
demasiada frecuencia se encontraba con grupos de lo que él llamaba “mujeres
falsas” porque en realidad se trataba de maricones disfrazados de mujeres que
ofrecían sus servicios sexuales y que habían hecho desaparecer de las calles a
las hermosas prostitutas que antes se solía encontrar. No es que haya estado
buscando prostitutas, pero el espectáculo que ofrecían esos “travestis” le
parecía francamente grotesco. En los
numerosos bares que hay en un sector de esa avenida solía encontrar fácilmente
algún amigo que podía invitarle a compartir un par de cervezas, dando por
supuesto que luego él pagaría otras dos. La mayoría de sus amigos tenían como
principal diversión la cerveza y el billar, juego este para el que Ernesto
nunca fue bueno. Él prefería asistir a cuanto evento cultural se presentase,
siempre que fuera gratuito, como afortunadamente eran muchos eventos culturales
en Santa Cruz. Antes solía ir al coliseo de la calle Ingavi a jugar ajedrez,
juego por el que llegó a tener verdadera afición, pero al cabo de un par de
años le perdió interés casi totalmente, tanto por el tiempo que le absorbía
como porque decidió que no tenía tanta paciencia como para concentrarse lo
suficiente en las innumerables variantes que se presentan en una partida. En
cuestiones de amores era un completo desastre; de todas las chicas de las que
se enamoró sólo dos o tres le correspondieron y nunca fue capaz de
conservarlas.
–Creo
que siempre fue por escasez de dinero; aunque como no tenía muchos amigos con
quienes compartir y me la pasaba más leyendo a Dostoievski, Camus o Sartre, tal
vez se aburrieron. Parece que en esta ciudad a ninguna mujer le gusta la
literatura y menos la filosofía –le confesó una vez a un amigo en una de esas
raras ocasiones en que las personas sienten que pueden confiar en alguien-.
Entre
sus compañeros solía decir a manera de chanza que el hombre nunca debe
enamorarse, porque siempre tiene que estar listo para responder a toda mujer
que de él se enamore. Tal vez lo decía como una forma de autoconsuelo, porque
una vez confesó con tristeza:
-Siempre
rechacé a las pocas peladas que se fijaban en mí, por seguir soñando con
encontrar el amor de mi vida.
Cuento
esto para dar una idea de cómo era la vida de Ernesto Ribera, o mejor dicho
cómo se sentía cuando se le ocurrió la idea de dejarlo todo e irse a la
comunidad paiconeca que tan feliz le había parecido.
Para
poder irse a la comunidad se ofreció como profesor rural y como no abundaban
profesores que quieran irse a vivir al campo, le dieron el cargo en calidad de
interino. De esa forma llegó a la comunidad a quedarse. Para él resultó muy cómodo vivir en esa
preciosa comunidad; no tuvo que construirse una casa porque ya había una
destinada al profesor, la mayoría de las familias siempre le regalaba un poco
de todo lo que ellos producían, pues así acostumbraban a tratar a los
profesores. Pronto se concubinó con
una preciosa paica que le coqueteó
cuando llegó y aceptó su propuesta de convivir con él; Él sabía que en esas
comunidades acostumbran a concubinarse
sin mayor trámite cuando se quieren, pero claro, no sabía que esa preciosa
mujer era por naturaleza coqueta y pensó que se había enamorado de él, así que
decidió quererla con toda sinceridad.
Su
ardiente y fértil concubina le alegró la vida con dos hijos en menos de tres
años. Y hubiera sido completamente feliz si hubiera conseguido liberarse
completamente de sus prejuicios y sus absurdas veleidades. Cuando iba con su
mujer al pueblo al que pertenecía la comunidad, le parecía percibir en la gente
un atisbo de curiosidad, y no debía ser su imaginación porque no faltó una
vecina que no se contuvo y le dijo ¿y qué hace un hombre tan simpático como
usted con una paica? Entre sus colegas también percibía esa actitud, porque
cuando estaba solo lo invitaban a sus casas o a sus fiestas, pero nunca lo
invitaban cuando estaba con su “paica”.
PARTE IV
Al
cabo de cinco años sintió que su soñada felicidad parecía ir desvaneciéndose.
Al concluir el periodo escolar de ese año pensó seriamente en su situación.
Había llegado a esa comunidad dispuesto a ser feliz como estaba seguro de que
lo eran todos sus habitantes. Pero él carecía de esa pureza de espíritu que
tienen ellos. Estaba profundamente contaminado con las añoranzas de la gente
común, y nunca lograría ser feliz como ellos. Decidió que debía irse de ahí. Lo
más penoso para él era abandonar a su concubina y a sus dos hijos; pensó en la
posibilidad de llevarlos consigo pero desechó esa idea, porque después de todo se
había pasado cinco años hablándole a su paica de sus libros más queridos y no
había conseguido que recuerde siquiera un título de alguno ellos o el nombre de
su autor; la filosofía y la literatura en general eran cosas que
definitivamente no le interesaban; Además de techo, comida y lecho casi no
compartía nada con ella, mucho menos las dolorosas preocupaciones metafísicas
que solían asediarlo a veces. Le preocupaban sobre todo sus hijos, porque sabía
que en esas comunidades las madres solteras gozan de toda la protección y ayuda
de sus padres y que no existe ningún prejuicio hacia ellas, por eso mismo era
común que las mujeres y los hombres se concubinen
dos o tres veces; no dudaba que pronto su paica tendría nuevo concubino. Pensó
que podía encomendarles la custodia de sus hijos a sus abuelos, así evitaría
todo lo que le preocupaba, sobre todo el ser suplantado en su papel de padre,
porque no iba a despreocuparse de sus hijos y más temprano que tarde quería
tenerlos a su lado. A fuerza de esos razonamientos se armó de decisión y le
dijo su concubina que iba a regresar a su casa, que extrañaba a su familia y
sus amigos y que ellos también lo extrañaban,
que había sido feliz con ella pero no podía llevarla consigo porque ella
no iba poder acostumbrarse, que sus hijos se queden con sus abuelos para que
ella pueda rehacer su vida, que mandaría ropa y cuadernos para ellos. Ella le
dijo que tenía que mandarles también dinero, para comprar medicamentos y lo que
haga falta. Fue para Ernesto un poco decepcionante que ella lo tomara con la
calma con que lo tomó, pero se dio cuenta que de alguna manera ella siempre
supo que él tendría que irse, y estaba preparada para esa despedida.
Al
día siguiente su concubina lavó y planchó toda su ropa y se la entregó.
Entonces notó que estaba triste. Al irse le dijo que esa misma semana le
mandaría ropa y un tarro de leche para sus hijos. Algunas personas se habían
enterado de que se iba y se acercaron a despedirse de él con la misma
amabilidad con que lo habían recibido; nadie le demostró un reproche o una
condena. Esto lo sorprendió de una forma parecida a cuando conoció la
comunidad: A diferencia de la gente común, esas personas no tenían etiquetadas
todas las cosas como buenas o malas.
Casi
inconscientemente, a lo largo de esos años Ernesto había repasado sus proyectos
de antes de venirse a esa comunidad, y había concebido la posibilidad de otros.
Así pues en el camino de regreso comenzó a sentir un saludable entusiasmo por
recomenzar su vida en Santa Cruz.
PARTE V
Al
poco tiempo de estar en Santa Cruz, consiguió un contrato por tres meses en una
consultora de marketing. En la comunidad de donde regresó había vivido una vida
de fábula; en verdad le parecía un sueño y sin embargo había sido real. Ahora
había vuelto a las bregas de cada día igual que la mayoría de los habitantes de
esta ciudad, bregas y afanes que no existían allá, como soportar las
incomodidades de los microbuses del transporte público cuarenta minutos de ida
desde su cuarto al trabajo y cuarenta minutos de vuelta, en las mañanas y en
las tardes, en total 160 minutos de humillantes apretaderas y calores, durante
cinco días a la semana.
-Podría
evitarme 80 minutos de sufrimiento si no regresara al mediodía a mi cuarto
–explicaba Ernesto– pero las dos horas y media entre salida y entrada me
resultan demasiado tiempo para esperar sin tener dónde. Además la comida en el
centro de la ciudad es mucho más cara; por eso prefiero regresar a mi cuarto,
almorzar en la pensión vecina y descansar al menos 30 minutos cómodamente en mi
cama viendo las noticias en la televisión.
Supo
que todos sus compañeros ya habían terminado la universidad y que sus pocos
amigos estaban casados y muy ocupados de progresar en la medida en que sus
ingresos lo permitían. En consecuencia se encontró más solo que nunca.
Pero
no se arrepintió de su aventura ni de haber regresado. Aunque su vida en la
ciudad podía parecer peor que como había sido siempre, no era así. Ernesto
Ribera estaba profundamente cambiado, veía a las personas y las cosas de un
modo completamente distinto: Las veía como aprendió a verlas en la comunidad
donde vivió cinco años; las veía como las ven las gentes de esa comunidad. Y
por eso, a pesar de vivir en esa ajetreada ciudad, ahora era feliz ahí como lo
eran ellos allá. Y asumió que estaba comenzando una nueva aventura donde tal
vez sería más feliz que en la anterior, y que si tenía suerte no tendría que
terminar nunca.
Fin.
Como ya dije, al
cabo de algunas semanas volví a encontrarme con el sujeto mencionado en otro de
los frecuentes y recurrentes “talleres” para funcionarios públicos, en el cual
nuestro protagonista era uno de los expositores. Mientras realizaba su
exposición me reconoció y me saludó de forma amistosa. Luego, en el intervalo
dedicado al acostumbrado refrigerio (que generalmente consistía en una empanada
acompañada de un café o un refresco) se acercó a mí y luego de saludarme me
preguntó si finalmente leí “Ernesto Ribera”
Si, lo leí ese
mismo día, y realmente me identifico totalmente con el mensaje del cuento,
sobre todo en la comparación que hace entre esos indígenas y nosotros –le
conteste yo, queriendo dejar clara mi posición respecto a los comentarios que
él había hecho-
-En realidad el mensaje del cuento dice todo
lo contrario de lo que vos creés -me dijo sonriendo de una forma tan
comprensiva que hasta me molestó-
-No sé a qué se refiere, pero para mí el
mensaje del cuento es muy claro –repliqué, disimulando mi molestia-.
Es claro que él se dio cuenta de que no me
resultaba simpática su charla, así que se despidió de mí, aunque lo hizo con la
misma actitud amistosa.
En el taller se habló sobre el enfoque de
género que debe tener todo proyecto público. Se explicó que el enfoque de
género consistía en considerar plenamente los roles de las mujeres, sus
intereses, sus capacidades e incluso sus opiniones, ya que la experiencia y la
teoría enseñan que de no hacerlo se corre el riesgo de fracasar.
Me gustó por clarificador este ejemplo que se
contó: Una institución de desarrollo había donado recursos para combatir la
desnutrición de los niños en comunidades pobres. En una comunidad se convocó a
todos los habitantes de la misma y se les preguntó en qué podían hacer con el
propósito de mejorar la alimentación de los niños. El principal dirigente de la
comunidad, un campesino acostumbrado a las lides sindicales que abundan en nuestro
país, propuso invertir el dinero en un proyecto para mejorar los ingresos de
las familias, puesto que era evidente que era la falta de ingresos la causa de
la mala alimentación de los niños. Para los representantes de la institución
donante la propuesta era sensata y muy inteligente, además todos los comunarios
manifestaron su acuerdo con ella. De esa forma se estableció la cría de ganado
porcino en la forma de pastoreo, para generar ingresos estables. La institución
proveería a cada familia de un par de crías, las mismas que aprovecharían los
alimentos que producía el monte, como el algarrobo y las palmeras, que eran
relativamente abundantes en la zona, además de otras frutas, hierbas y raíces,
siendo asistidos en la vacunación y combate de parásitos internos y externos,
lo que implicaba capacitación in situ y provisión de medicamentos. Asimismo la
institución generó convenios con empresas garantizando la venta de la
producción a precios estables y muy convenientes. Al cabo de un año las
familias habían multiplicado sus ingresos, y ahora en vez de las dos iniciales
tenían 4 ó 6 crías. Pero la alimentación de los niños no mejoró. Las familias
dedicaron sus ganancias para mejorar su negocio y para adquirir bienes de
consumo que en algunos casos incrementaban sus gastos, como radios que
consumían pilas y televisores que utilizaban baterías de carros. En
contrapartida, en otra comunidad, donde las mujeres eran mayoría debido a que
los hombres migraban periódicamente a trabajar, se pidió la perforación de un
pozo de agua equipado con una bomba que les permita regar sus huertos y
producir tubérculos y verduras que de otra forma no podrías producir, además se
pidió apoyo para cuidar sus gallinas, que eran sus principal fuente de
proteínas, ya que les proveían de huevos y carne, pero eran víctimas de pestes
y parásitos que las mantenían diezmadas. La institución atendió esta demanda de
la misma manera que la anterior. En este caso las familias no percibieron
ingresos pero al cabo de un año no había un solo niño desnutrido.
Francamente yo estaba acostumbrado a escuchar
el famoso “enfoque de género” pero fue la primera vez que entendí claramente su
significado y cuán importante podía ser. Fue así que se disipó la naciente antipatía
que me había provocado el expositor en nuestros breves encuentros. Noté en él
un cierto involucramiento con lo que decía, lo que hacía percibir no sólo una
larga experiencia, sino una búsqueda sincera de soluciones. Así, al cruzarme
con él a la finalización del taller, espontáneamente lo saludé y a modo de
cumplido le dije que me gustó mucho el ejemplo que nos contó.
- Se ve muy claro que las mujeres ven cosas y
aspectos que los varones no perciben –comenté-, pero no solamente eso; se ve
claramente que las mujeres deciden qué hacer con sus huertos y sus gallinas,
mientras que poco pueden decidir qué hacer con el dinero del marido, aunque en
realidad sea dinero de la familia.
- Gracias por el comentario – contestó el
expositor-, y sí, creo que usted ha captado exactamente el meollo del asunto.
Para el logro de los objetivos no se puede ignorar el rol de los actores.
- Así es –agregué yo-, y quienes tienen mayor
relevancia en la alimentación de los niños son las madres. Sólo si las madres
tenían un rol preponderante se podía haber garantizado el éxito de esos
proyectos. En los proyectos que vimos, el objetivo era erradicar la
desnutrición infantil, por lo tanto el primero fue un absoluto fracaso.
- Y todo, al final, está relacionado con los
aspectos culturales de estas comunidades. Yo he sido testigo del fracaso de un
montón de proyectos que intentaban acabar con la pobreza en estas comunidades.
Es también el caso de los proyectos que les conté. Finalmente, cuando el apoyo
y el acompañamiento del donante acabó, las familias del primer proyecto fueron
vendiendo todas sus crías hasta quedar igual que al principio, al igual que
sólo algunas familias del segundo proyecto continuaron adquiriendo semillas de
hortalizas y aprovechando el riego, hasta que la bomba de agua se dañó y todo
el sistema fue olvidado.
- ¿Y cuáles aspectos culturales cree usted que
determinaron ese lamentable abandono de tan hermosos proyectos? –Inquirí yo, un
poco en guardia-
-Pues es lo que se muestra precisamente en el cuento de Ernesto
Rivera –Respondió él con una sonrisa que pretendía ser cómplice- mientras nosotros,
culturalmente no indígenas, dedicamos la mayor parte de nuestras vidas a
trabajar sacrificadamente para adquirir todo lo que necesitamos, ellos lo
obtienen todo de la naturaleza en poco tiempo. Como están acostumbrados a
tomarlo todo de la naturaleza sin mayor sacrificio, cuando les llega ayuda para
ellos es como si la misma naturaleza se las diera. Se va la ayuda y continúan
como siempre.
La referencia al objeto de nuestras primeras charlas me tomó
por sorpresa. Pero si algo había yo compartido plenamente con el cuento, fue la
revelación que sintió Ernesto Rivera con respecto a la actitud de los indígenas
con los que vivió: “Tienen todo el tiempo para ser felices porque todo lo que
necesitan lo toman de la naturaleza, siembran sólo lo que consumen y en pocos
días construyen sus casas con sus propias manos, mientras nosotros tenemos que
trabajar toda nuestra vida para tener lo que tenemos, y nunca nos saciamos con
nada”. Esas eran exactamente las ideas que me habían conmovido. Y ahora tenía
ante mí a alguien que campechanamente las invalidaba, les quitaba toda razón. Pero
esa actitud campechana de mi interlocutor había disipado en mi toda actitud
defensiva y de instintivo rechazo. Comencé a sentir curiosidad por conocer cuál
era la interpretación de nuestro cuento en cuestión que le permitía (o lo
llevaba) a afirmar que el mensaje del cuento era todo lo contrario del que yo
percibía. A falta de una pregunta que me permita conocer esa interpretación,
solo traté de mantener la conversación sobre el tema.
-¿Por
qué Ernesto Rivera no se quedó en la comunidad de ensueño que tanto le gustaba?
–
pregunté llevado de mis pensamientos, pues esa pregunta me preocupaba porque en
el fondo yo no estaba de acuerdo con el regreso de Ernesto Rivera a una ciudad
que lo condenaba a la soledad.
-Porque su comprensión de la sociedad y del universo
era ya imposible de conciliar con esa cultura de incipiente desarrollo –me
contestó mi interlocutor como si hablara de un tema para él muy bien conocido-.
Ellos creían que los árboles, los ríos y los animales tenían espíritus
sagrados. Esto determinaba su actitud para con la naturaleza y también
determinaba sus valores sociales. El contar con el alimento que les permita
subsistir era para ellos toda la ventura que podían desear y esperar.
Yo sólo guardé silencio demostrando un vivo interés,
porque precisamente me estaba exponiendo esa interpretación del cuento que yo
esperaba.
-En nuestra sociedad los individuos tienen muchas más
posibilidades de aprender, descubrir o desarrollar nuevas ideas o nuevos
conocimientos –continuó él al ver mi interés-. Esto nos lleva lógicamente a que
exista una oferta siempre renovada de numerosos bienes y servicios, que van
mucho más allá de satisfacer nuestras necesidades básicas, y apuntan a
desarrollar nuevas capacidades individuales o sociales, a proveer mayores ventajas
o comodidades, o simplemente nuevas fuentes de recreación.
-En la teoría económica, la Ley de Say dice que toda
oferta crea su propia demanda –comenté yo siguiendo el hilo de la conversación-.
-Pero más allá de eso están las inquietudes metafísicas,
la necesidad de comprender cada vez más y mejor cómo funciona el universo o cómo
funcionamos nosotros mismos –dijo reflexivamente-. Aunque Ernesto Rivera se
sentía solo en la ciudad, en esa pequeña comunidad campesina esta soledad se
volvió insoportable. En esa comunidad no podía albergar ni la menor esperanza
de compartir con alguien esas inquietudes.
-El regreso de Ernesto Rivera a la ciudad es el
reconocimiento tácito de que él estaba equivocado en su valoración de esa forma
de vida que tanto le impresionó –concluí yo creyendo entender claramente su
punto de vista-.
Así es –dijo sonriendo con un dejo de tristeza-, ese
es el verdadero mensaje del cuento. Pretender que una cultura ancestral pueda
ser superior a nuestras modernas y tecnificadas culturas será siempre un error,
porque todas las sociedades y culturas modernas provienen de culturas
ancestrales que han continuado desarrollándose. La nuestra es herencia
helénica, que se alimentó de la egipcia y de todas las culturas de ese tiempo. La
modernidad no es enemiga de las culturas ancestrales y todos los pueblos tienen
derecho a ella -continuó hablando con el mismo tono reflexivo-, las mayores y
más antiguas culturas como la China y la India se han asimilado a la modernidad
y ahora son potencias económicas y tecnológicas, conservando toda su riqueza
ancestral. Las sociedades que se mantienen al margen de la modernidad, por la
razón que fuere, ciertamente se encuentran en desventaja, aunque en muchos
aspectos den la sensación de ser superiores. En una aldea donde todos tienen
los mismos bienes y estos bienes además no son valiosos, todos dejan las
puertas abiertas y en algunos casos ni siquiera tienen puertas. Pero donde se
han acumulado bienes valiosos siempre se han necesitado murallas y
puertas. Por otra parte, en nuestra
sociedad existen países como Japón, Suiza, y los países del norte de Europa,
donde la gente devuelve los objetos perdidos y no existen robos de domicilios.
Algunos valores tienen una base material, no cultural.
Esa noche, en mi rutina de ver (o escuchar) las
noticias mientras me duchaba y me alistaba para salir a reunirme con un par de
amigos, como hacía casi todas las noches antes de conocer a la que sería mi
compañera de habitación por mucho tiempo, y que también tiene un papel
importante en esta historia, me preguntaba hasta dónde tendría razón el
expositor del taller de género. Recordé con claridad la parte del cuento donde
Ernesto Rivera siente la revelación de lo atrozmente irracional que resulta la
vida moderna y la compara con la vida de la comunidad. Me di cuenta que no
podía dejar de compartir ese sentimiento y al pensar en ello creo que sentía
exactamente lo mismo que sintió Ernesto Rivera en el cuento. Sin embargo,
tampoco podía negar que el criterio de mi amigo el expositor (empezaré a
llamarlo mi amigo porque en eso se convirtió en los pocos años que tuve la
suerte de coincidir con él en mi vida) tenía bastante coherencia. De pronto me
sentí intrigado por esta conclusión y decidí volver a leer el cuento para
analizar los aspectos que él había señalado. Así, esa noche no salí. Para que
no me esperen llamé a uno de mis amigos disculpándome por no ir, y releí el
cuento. Y esa noche tuve un cambio de conciencia que marcó mi vida. Al estilo
del cuento, yo también sentí como una revelación la conclusión a la que llegué: Era
maravilloso no tener que desvivirse para poder vivir, pero también es maravilloso
el desarrollo moderno; no se trata de renunciar a la modernidad, sino de ponerla
al alcance de todo el mundo. Esta “revelación” cambió mi manera de pensar y de
ver las cosas. En cierta forma yo guardaba una especie de rechazo a la
modernidad asumiendo como inherentes a ella la irracionalidad de un consumismo
contaminante y esclavizante. Al imaginarme como Ernesto Rivera, viviendo en una
comunidad indígena sin energía eléctrica y sin nadie que añore comprender cómo
funciona el universo del que formamos parte, pensé que no habría soportado
tanto tiempo como él. Esa noche soñé que
todo el mundo vivía en casas con todos los adelantos modernos y que yo
disfrutaba trabajando desde mi cuarto vía internet.