lunes, 14 de marzo de 2016

LA NOVELA



CAPÍTULO I
MI ENCUENTRO CON EL PROTAGONISTA DE ESTA HISTORIA

Era un personaje alucinado. Y a veces era también alucinante. Siempre empeñado en buscar explicaciones para todas las cosas que llamaban su atención, sumergiéndose apasionadamente en todas las fuentes a su alcance (que siempre eran pocas), y rumiando en su cerebro la información que obtenía hasta que lograba las conclusiones que lo apaciguaban. Algunas veces lo escuché exponer sus conclusiones con tanto entusiasmo, que parecía que estaba realizando un gran descubrimiento para la humanidad.

Lo conocí por pura casualidad en un taller de actualización de cierta normativa legal de los muchos a los que solemos asistir los funcionarios públicos, en este país donde cambiar y dictar leyes se presenta como prueba de buena gestión. Yo tenía en mis manos un cuento, que había descargado de un blog de internet, impreso en unas hojas sueltas. Como él estaba a mi lado vio el título del cuento “Ernesto Ribera” y me pidió que se lo mostrara. Luego de examinarlo rápidamente me dijo que lo había leído y que conocía a su autor.
-Es un tipo que nunca se animó a presentar sus obras a una editorial para que sean publicadas –me comentó con cierto aire de conmiseración-. Parece que no tiene mucha fe en sí mismo. Hace unos años se creó un blog donde empezó a publicar algunos cuentos y poemas. A mí personalmente me gusta su estilo y su temática. Pero a mi juicio es otra víctima de la lamentable moda de creer que las culturas indígenas o ancestrales son más sabias que las actuales, o mejor dicho que la actual, porque toda cultura es básicamente el conjunto de conocimientos que le permiten a una población satisfacer sus necesidades y en cierta forma también las determinan; y actualmente los conocimientos son universales.
Yo no había leído aún el cuento, pero su comentario me molestó un poco. Yo, joven profesional, ambientalista y contestatario, crítico de esta “sociedad de consumo”, hasta entonces había considerado como un hecho incuestionable la superioridad de nuestras antiguas culturas en muchos ámbitos del conocimiento humano, como su profundo conocimiento de la naturaleza, sus conocimientos cosmológicos y su interrelación con el medioambiente, además de sus admirables organizaciones sociales. Nunca antes me había encontrado con alguien que tan resueltamente calificara eso como “lamentable moda”.
-Yo no lo he leído todavía –contesté intentando ser cortés- y no sabía que se trataba de indigenismo. Pero personalmente soy un admirador y defensor de nuestras culturas ancestrales. Y no porque sea una moda, sino más bien porque es una responsabilidad con la humanidad y con el planeta, porque esas civilizaciones han existido por milenios sin alterar el medioambiente.
-Claro que es así, al menos en escala planetaria – me replicó vivamente-, porque hasta ahora ninguna civilización había sido tan grande como la nuestra. Pero en relación a sus propias dimensiones hay evidencias de colapsos medioambientales provocados por muchas de ellas, como el caso de los mayas en Centroamérica y los rapanui en Isla de Pascua.
No tuve oportunidad de contestarle porque el taller ya había empezado y tuvimos que prestar atención al expositor de turno. Después de esa breve charla no volví a conversar con él hasta después de algunas semanas, precisamente en otro taller, donde para mi sorpresa él fue el expositor.
Al volver a casa, donde no tenía internet, comencé a leer el cuento que tenía impreso, y como en mi nuevo encuentro con el curioso personaje de mi charla anterior hablaríamos precisamente de este cuento, aquí lo transcribo tal cual:

PARTE I
Ernesto Ribera era un ex estudiante de sociología en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra.
Cuando abandonó su pueblo para venirse a trabajar y estudiar fue un verdadero alivio para su padre, que tenía ocho hijos más. –Sé que al final terminaré la carrera, pero que la termine pronto, dependerá de que encuentre un empleo que me permita hacerlo; después de todo es muy difícil poder concentrarse debidamente en el estudio cuando uno trabaja de cualquier cosa para ganarse la vida -decía Ernesto a su familia-.
Su padre era admirador de Ernesto Guevara, el Ché, y por eso le puso ese nombre. Entre sus compañeros de estudio era conocido por hablar y conocer sobre temas muy alejados de los que ocupaban a los demás, y además por hacer comentarios que cuestionaban o negaban conceptos ampliamente aceptados. Esta actitud le valió el apodo de “el filósofo” con que sus compañeros se referían a él no sin algo de sorna. Uno de los comentarios que vertía entre algunos compañeros con mayores inquietudes que la mayoría, con quienes solía tener discusiones sobre temas como política y filosofía, estaba referido al famoso guerrillero de quien llevaba el nombre.
–Por  mi parte -había dicho una vez- este personaje tan querido por la juventud, merece todo mi respeto y lo considero un símbolo de la nobleza humana; y aunque no comparto sus ideas, admiro su nobleza y su espíritu de sacrificio. Pero yo tengo otros héroes. Los héroes míos rara vez arriesgan sus vidas o sufren torturas físicas; pero consagran sus vidas a la verdad y por ello sufren torturas peores, como la soledad y la incomprensión. Seguramente querrán que mencione algunos de estos héroes… pues no abundan, pero hay bastantes: Entre los más grandes están Friedrich Nietzsche y Baruch Spinoza.
Como sabía que ese comentario lo hacía aparecer como pedante ante sus compañeros, queriendo mostrar que no pretendía parecer complicado había agregado:
–Tal vez deba explicar un poco la opinión que tengo respecto al Ché. Yo pienso que es la conciencia lo que hace libres a los hombres, no los libertadores. Los libertadores fácilmente acaban convertidos en nuevos opresores. Esto es algo que yo percibo con toda claridad, pero no me pidan más explicación, yo no soy filósofo, aunque me gusta la filosofía, porque sinceramente no sé de dónde saqué esa idea.
Por esas actitudes e ideas nadie de entre su entorno se sorprendió de que un día hiciera lo que hizo.

PARTE II
Todo comenzó cuando Ernesto visitó una comunidad indígena paiconeca, en la provincia Ñuflo de Chávez. Acompañaba a un consultor que estaba realizando un estudio sobre las potencialidades productivas de estos indígenas. La comunidad estaba ubicada a orillas de un arroyito de aguas cristalinas, en un terreno algo elevado, que era permanentemente acariciado por una refrescante brisa y que permitía una preciosa vista de la serranía que se extendía hacia el horizonte. Era un conjunto de unas 14 viviendas familiares, construidas con paredes de “tabique”, que es como le llaman a las paredes  construidas rellenando de barro un armazón de cañas; tienen pisos de tierra compactada a golpe de pisón; los techos son de hojas de palmeras de cusi o motacú; en su mayoría tienen sólo dos habitaciones, complementadas con una pequeña construcción aledaña de una sola habitación que funciona como cocina y depósito.
El consultor había organizado una reunión con toda la gente de la comunidad “con el objeto de obtener información de primera mano sobre sus problemas y sus potencialidades” explicó. Se encontraban en la casa comunal, que en las mañanas servía de escuela, en las noches y los domingos servía de iglesia, y en ocasiones como ahora servía de sala de reuniones. Toda la gente de la comunidad estaba reunida, y aunque Ernesto Ribera estaba concentrado en tomar notas y llenar los formularios con las respuestas que daba la gente a las preguntas que formulaba, explicaba y ejemplificaba el consultor, le llamó la atención sobremanera la evidente distensión de todos los presentes, tan evidente que casi se percibía un aire de felicidad en los rostros de cada uno de ellos. Al terminar la reunión los comunarios les invitaron un guiso de tatú, animalito que todavía abunda en la zona, y un refresco de achachairú, vistosa y deliciosa fruta que es endémica de esa región. Ernesto no pudo dejar de admirarse por ese aire de felicidad y alegría que se percibía en esas gentes tan hospitalarias, y empezó a pensar en las razones y cosas que podían explicar eso. Observó que había una vivienda en construcción y se dio cuenta de que concluirla les llevaría muy pocos días. Al ingresar a una de las viviendas observó que casi todo el mobiliario lo hacían ellos mismos: sillas, bancos, mesas y catres. Notó que la habitación tenía estrictamente el mobiliario imprescindible, por eso, a pesar de ser pequeña, era muy cómoda. Por sus características, sus techos y paredes mantenían una temperatura fresca y agradable todo el tiempo, aunque afuera haga calor o haga frío. En los alrededores de las viviendas cada familia tenía su chaco, donde sembraban Maíz, Arroz, Yuca, Plátano, Caña, Frejol, Camote, Maní y Joco, y en menor extensión frutas como Piña y Sandía; También cultivaban pequeñas plantaciones de cítricos como Limón, Naranja, Mandarina, Lima y Pomelo, y algunos otros pequeños árboles frutales como Guayaba y Chirimoya. A pesar de la variedad de cultivos, la extensión cultivada por cada familia rara vez excedía una hectárea. Otra vez Ernesto pudo notar claramente que sólo cultivaban lo necesario para su propio consumo.
Entonces tuvo una especie de revelación. Fue algo casi glorioso. Comprendió porqué esos seres vivían maravillosamente felices: era porque tenían todo el tiempo del mundo para serlo.
Ernesto vio claramente la diferencia entre esos comunarios y la gente común de las ciudades: mientras las personas de las ciudades dedican la mayor parte de sus vidas a trabajar sacrificadamente para adquirir todo lo que necesitan, ellos lo obtienen todo de la naturaleza en poco tiempo. Y sintió que percibía claramente la locura del mundo. Porque había otra diferencia, una diferencia grotesca: La gente moderna no se conforma con nada, si consiguen una casa cómoda ya quieren una lujosa, si consiguen tener un buen automóvil ya quieren tener otro más nuevo o más grande, nada los sacia, cuanto más tienen más quieren, y en esa locura viven desconfiando los unos de los otros, desconfiando incluso entre hermanos y entre padres e hijos; viven queriendo ser cada uno más que  el otro o queriendo no ser menos que el otro, obsesionados con falsos estereotipos, esclavos de inútiles posesiones. En cambio, la gente de esa comunidad indígena estaba completamente libre de esa trágica locura. Azorado, Ernesto se decía a sí mismo:
–Siembran sólo lo que van a comer, nadie desconfía de nadie, no se preocupan por superarse los unos a los otros y se ayudan en todas las actividades que realizan, pueden darlo todo incluso a un desconocido porque lo que tienen lo hacen ellos mismos y es tan poco que lo pueden volver a hacer fácilmente; y tienen sólo lo que en verdad necesitan, la cama donde descansar y hacer el amor, las sillas y la mesa para servirse y compartir sus alimentos, y sus herramientas y armas para obtenerlos de la pródiga naturaleza.
Entonces preguntó a los indígenas qué se tenía que hacer para vivir en la comunidad.
–Nada -le contestaron- sólo se viene y nosotros le ayudamos a hacer su casa. Hace falta gente, ya quedamos muy pocos –continuaron– muchos se han ido a la ciudad y nunca más han vuelto.

PARTE III
Al volver a Santa Cruz, la ciudad le recordó a Ernesto que no tenía casa, que quizá nunca pueda tenerla, puesto que con los doscientos o trescientos dólares que ganaba al mes no podría ahorrar nunca para comprar una. Incluso conseguir una pequeña casa para pagarla a crédito era muy difícil para las personas de su condición, pues igual necesitaban un monto importante como pago inicial; además, la idea de pagar religiosamente las cuotas de un crédito durante 15 o 20 años le parecía horrible, era como esclavizarse voluntariamente, era prácticamente vender el alma al diablo. Por otra parte –pensó con resignación- él tampoco tenía la opción de un crédito, porque no tenía un empleo fijo.
En su caliente habitación sudaba día y noche, mientras leía un libro o miraba en la televisión alguna película estrenada varios años atrás y que se había exhibido ya repetidas veces en el mismo canal.
–Cómo es posible que siendo que en casi todos los países del mundo se producen películas, en la televisión sólo pasen películas de hollywood, que son más propaganda política norteamericana que otra cosa; por lo menos deberían pasar todas las películas nacionales y buena parte de las películas de nuestros vecinos latinoamericanos -protestaba Ernesto ante sus pocos amigos-.
 Salía a refrescar por la avenida Cañoto y con demasiada frecuencia se encontraba con grupos de lo que él llamaba “mujeres falsas” porque en realidad se trataba de maricones disfrazados de mujeres que ofrecían sus servicios sexuales y que habían hecho desaparecer de las calles a las hermosas prostitutas que antes se solía encontrar. No es que haya estado buscando prostitutas, pero el espectáculo que ofrecían esos “travestis” le parecía francamente grotesco.  En los numerosos bares que hay en un sector de esa avenida solía encontrar fácilmente algún amigo que podía invitarle a compartir un par de cervezas, dando por supuesto que luego él pagaría otras dos. La mayoría de sus amigos tenían como principal diversión la cerveza y el billar, juego este para el que Ernesto nunca fue bueno. Él prefería asistir a cuanto evento cultural se presentase, siempre que fuera gratuito, como afortunadamente eran muchos eventos culturales en Santa Cruz. Antes solía ir al coliseo de la calle Ingavi a jugar ajedrez, juego por el que llegó a tener verdadera afición, pero al cabo de un par de años le perdió interés casi totalmente, tanto por el tiempo que le absorbía como porque decidió que no tenía tanta paciencia como para concentrarse lo suficiente en las innumerables variantes que se presentan en una partida. En cuestiones de amores era un completo desastre; de todas las chicas de las que se enamoró sólo dos o tres le correspondieron y nunca fue capaz de conservarlas.
–Creo que siempre fue por escasez de dinero; aunque como no tenía muchos amigos con quienes compartir y me la pasaba más leyendo a Dostoievski, Camus o Sartre, tal vez se aburrieron. Parece que en esta ciudad a ninguna mujer le gusta la literatura y menos la filosofía –le confesó una vez a un amigo en una de esas raras ocasiones en que las personas sienten que pueden confiar en alguien-.
Entre sus compañeros solía decir a manera de chanza que el hombre nunca debe enamorarse, porque siempre tiene que estar listo para responder a toda mujer que de él se enamore. Tal vez lo decía como una forma de autoconsuelo, porque una vez confesó con tristeza:
-Siempre rechacé a las pocas peladas que se fijaban en mí, por seguir soñando con encontrar el amor de mi vida.
Cuento esto para dar una idea de cómo era la vida de Ernesto Ribera, o mejor dicho cómo se sentía cuando se le ocurrió la idea de dejarlo todo e irse a la comunidad paiconeca que tan feliz le había parecido.
Para poder irse a la comunidad se ofreció como profesor rural y como no abundaban profesores que quieran irse a vivir al campo, le dieron el cargo en calidad de interino. De esa forma llegó a la comunidad a quedarse.  Para él resultó muy cómodo vivir en esa preciosa comunidad; no tuvo que construirse una casa porque ya había una destinada al profesor, la mayoría de las familias siempre le regalaba un poco de todo lo que ellos producían, pues así acostumbraban a tratar a los profesores. Pronto se concubinó con una preciosa paica que le coqueteó cuando llegó y aceptó su propuesta de convivir con él; Él sabía que en esas comunidades acostumbran a concubinarse sin mayor trámite cuando se quieren, pero claro, no sabía que esa preciosa mujer era por naturaleza coqueta y pensó que se había enamorado de él, así que decidió quererla con toda sinceridad.
Su ardiente y fértil concubina le alegró la vida con dos hijos en menos de tres años. Y hubiera sido completamente feliz si hubiera conseguido liberarse completamente de sus prejuicios y sus absurdas veleidades. Cuando iba con su mujer al pueblo al que pertenecía la comunidad, le parecía percibir en la gente un atisbo de curiosidad, y no debía ser su imaginación porque no faltó una vecina que no se contuvo y le dijo ¿y qué hace un hombre tan simpático como usted con una paica? Entre sus colegas también percibía esa actitud, porque cuando estaba solo lo invitaban a sus casas o a sus fiestas, pero nunca lo invitaban cuando estaba con su “paica”.

PARTE IV
Al cabo de cinco años sintió que su soñada felicidad parecía ir desvaneciéndose. Al concluir el periodo escolar de ese año pensó seriamente en su situación. Había llegado a esa comunidad dispuesto a ser feliz como estaba seguro de que lo eran todos sus habitantes. Pero él carecía de esa pureza de espíritu que tienen ellos. Estaba profundamente contaminado con las añoranzas de la gente común, y nunca lograría ser feliz como ellos. Decidió que debía irse de ahí. Lo más penoso para él era abandonar a su concubina y a sus dos hijos; pensó en la posibilidad de llevarlos consigo pero desechó esa idea, porque después de todo se había pasado cinco años hablándole a su paica de sus libros más queridos y no había conseguido que recuerde siquiera un título de alguno ellos o el nombre de su autor; la filosofía y la literatura en general eran cosas que definitivamente no le interesaban; Además de techo, comida y lecho casi no compartía nada con ella, mucho menos las dolorosas preocupaciones metafísicas que solían asediarlo a veces. Le preocupaban sobre todo sus hijos, porque sabía que en esas comunidades las madres solteras gozan de toda la protección y ayuda de sus padres y que no existe ningún prejuicio hacia ellas, por eso mismo era común que las mujeres y los hombres se concubinen dos o tres veces; no dudaba que pronto su paica tendría nuevo concubino. Pensó que podía encomendarles la custodia de sus hijos a sus abuelos, así evitaría todo lo que le preocupaba, sobre todo el ser suplantado en su papel de padre, porque no iba a despreocuparse de sus hijos y más temprano que tarde quería tenerlos a su lado. A fuerza de esos razonamientos se armó de decisión y le dijo su concubina que iba a regresar a su casa, que extrañaba a su familia y sus amigos y que ellos también lo extrañaban,  que había sido feliz con ella pero no podía llevarla consigo porque ella no iba poder acostumbrarse, que sus hijos se queden con sus abuelos para que ella pueda rehacer su vida, que mandaría ropa y cuadernos para ellos. Ella le dijo que tenía que mandarles también dinero, para comprar medicamentos y lo que haga falta. Fue para Ernesto un poco decepcionante que ella lo tomara con la calma con que lo tomó, pero se dio cuenta que de alguna manera ella siempre supo que él tendría que irse, y estaba preparada para esa despedida.
Al día siguiente su concubina lavó y planchó toda su ropa y se la entregó. Entonces notó que estaba triste. Al irse le dijo que esa misma semana le mandaría ropa y un tarro de leche para sus hijos. Algunas personas se habían enterado de que se iba y se acercaron a despedirse de él con la misma amabilidad con que lo habían recibido; nadie le demostró un reproche o una condena. Esto lo sorprendió de una forma parecida a cuando conoció la comunidad: A diferencia de la gente común, esas personas no tenían etiquetadas todas las cosas como buenas o malas.
Casi inconscientemente, a lo largo de esos años Ernesto había repasado sus proyectos de antes de venirse a esa comunidad, y había concebido la posibilidad de otros. Así pues en el camino de regreso comenzó a sentir un saludable entusiasmo por recomenzar su vida en Santa Cruz.
 
PARTE V
Al poco tiempo de estar en Santa Cruz, consiguió un contrato por tres meses en una consultora de marketing. En la comunidad de donde regresó había vivido una vida de fábula; en verdad le parecía un sueño y sin embargo había sido real. Ahora había vuelto a las bregas de cada día igual que la mayoría de los habitantes de esta ciudad, bregas y afanes que no existían allá, como soportar las incomodidades de los microbuses del transporte público cuarenta minutos de ida desde su cuarto al trabajo y cuarenta minutos de vuelta, en las mañanas y en las tardes, en total 160 minutos de humillantes apretaderas y calores, durante cinco días a la semana.
-Podría evitarme 80 minutos de sufrimiento si no regresara al mediodía a mi cuarto –explicaba Ernesto­­– pero las dos horas y media entre salida y entrada me resultan demasiado tiempo para esperar sin tener dónde. Además la comida en el centro de la ciudad es mucho más cara; por eso prefiero regresar a mi cuarto, almorzar en la pensión vecina y descansar al menos 30 minutos cómodamente en mi cama viendo las noticias en la televisión.
Supo que todos sus compañeros ya habían terminado la universidad y que sus pocos amigos estaban casados y muy ocupados de progresar en la medida en que sus ingresos lo permitían. En consecuencia se encontró más solo que nunca.
Pero no se arrepintió de su aventura ni de haber regresado. Aunque su vida en la ciudad podía parecer peor que como había sido siempre, no era así. Ernesto Ribera estaba profundamente cambiado, veía a las personas y las cosas de un modo completamente distinto: Las veía como aprendió a verlas en la comunidad donde vivió cinco años; las veía como las ven las gentes de esa comunidad. Y por eso, a pesar de vivir en esa ajetreada ciudad, ahora era feliz ahí como lo eran ellos allá. Y asumió que estaba comenzando una nueva aventura donde tal vez sería más feliz que en la anterior, y que si tenía suerte no tendría que terminar nunca.
Fin.
Como ya dije, al cabo de algunas semanas volví a encontrarme con el sujeto mencionado en otro de los frecuentes y recurrentes “talleres” para funcionarios públicos, en el cual nuestro protagonista era uno de los expositores. Mientras realizaba su exposición me reconoció y me saludó de forma amistosa. Luego, en el intervalo dedicado al acostumbrado refrigerio (que generalmente consistía en una empanada acompañada de un café o un refresco) se acercó a mí y luego de saludarme me preguntó si finalmente leí “Ernesto Ribera”
Si, lo leí ese mismo día, y realmente me identifico totalmente con el mensaje del cuento, sobre todo en la comparación que hace entre esos indígenas y nosotros –le conteste yo, queriendo dejar clara mi posición respecto a los comentarios que él había hecho- 
-En realidad el mensaje del cuento dice todo lo contrario de lo que vos creés -me dijo sonriendo de una forma tan comprensiva que hasta me molestó-
-No sé a qué se refiere, pero para mí el mensaje del cuento es muy claro –repliqué, disimulando mi molestia-.
Es claro que él se dio cuenta de que no me resultaba simpática su charla, así que se despidió de mí, aunque lo hizo con la misma actitud amistosa.
En el taller se habló sobre el enfoque de género que debe tener todo proyecto público. Se explicó que el enfoque de género consistía en considerar plenamente los roles de las mujeres, sus intereses, sus capacidades e incluso sus opiniones, ya que la experiencia y la teoría enseñan que de no hacerlo se corre el riesgo de fracasar.
Me gustó por clarificador este ejemplo que se contó: Una institución de desarrollo había donado recursos para combatir la desnutrición de los niños en comunidades pobres. En una comunidad se convocó a todos los habitantes de la misma y se les preguntó en qué podían hacer con el propósito de mejorar la alimentación de los niños. El principal dirigente de la comunidad, un campesino acostumbrado a las lides sindicales que abundan en nuestro país, propuso invertir el dinero en un proyecto para mejorar los ingresos de las familias, puesto que era evidente que era la falta de ingresos la causa de la mala alimentación de los niños. Para los representantes de la institución donante la propuesta era sensata y muy inteligente, además todos los comunarios manifestaron su acuerdo con ella. De esa forma se estableció la cría de ganado porcino en la forma de pastoreo, para generar ingresos estables. La institución proveería a cada familia de un par de crías, las mismas que aprovecharían los alimentos que producía el monte, como el algarrobo y las palmeras, que eran relativamente abundantes en la zona, además de otras frutas, hierbas y raíces, siendo asistidos en la vacunación y combate de parásitos internos y externos, lo que implicaba capacitación in situ y provisión de medicamentos. Asimismo la institución generó convenios con empresas garantizando la venta de la producción a precios estables y muy convenientes. Al cabo de un año las familias habían multiplicado sus ingresos, y ahora en vez de las dos iniciales tenían 4 ó 6 crías. Pero la alimentación de los niños no mejoró. Las familias dedicaron sus ganancias para mejorar su negocio y para adquirir bienes de consumo que en algunos casos incrementaban sus gastos, como radios que consumían pilas y televisores que utilizaban baterías de carros. En contrapartida, en otra comunidad, donde las mujeres eran mayoría debido a que los hombres migraban periódicamente a trabajar, se pidió la perforación de un pozo de agua equipado con una bomba que les permita regar sus huertos y producir tubérculos y verduras que de otra forma no podrías producir, además se pidió apoyo para cuidar sus gallinas, que eran sus principal fuente de proteínas, ya que les proveían de huevos y carne, pero eran víctimas de pestes y parásitos que las mantenían diezmadas. La institución atendió esta demanda de la misma manera que la anterior. En este caso las familias no percibieron ingresos pero al cabo de un año no había un solo niño desnutrido.
Francamente yo estaba acostumbrado a escuchar el famoso “enfoque de género” pero fue la primera vez que entendí claramente su significado y cuán importante podía ser. Fue así que se disipó la naciente antipatía que me había provocado el expositor en nuestros breves encuentros. Noté en él un cierto involucramiento con lo que decía, lo que hacía percibir no sólo una larga experiencia, sino una búsqueda sincera de soluciones. Así, al cruzarme con él a la finalización del taller, espontáneamente lo saludé y a modo de cumplido le dije que me gustó mucho el ejemplo que nos contó.
- Se ve muy claro que las mujeres ven cosas y aspectos que los varones no perciben –comenté-, pero no solamente eso; se ve claramente que las mujeres deciden qué hacer con sus huertos y sus gallinas, mientras que poco pueden decidir qué hacer con el dinero del marido, aunque en realidad sea dinero de la familia.
- Gracias por el comentario – contestó el expositor-, y sí, creo que usted ha captado exactamente el meollo del asunto. Para el logro de los objetivos no se puede ignorar el rol de los actores.
- Así es –agregué yo-, y quienes tienen mayor relevancia en la alimentación de los niños son las madres. Sólo si las madres tenían un rol preponderante se podía haber garantizado el éxito de esos proyectos. En los proyectos que vimos, el objetivo era erradicar la desnutrición infantil, por lo tanto el primero fue un absoluto fracaso.
- Y todo, al final, está relacionado con los aspectos culturales de estas comunidades. Yo he sido testigo del fracaso de un montón de proyectos que intentaban acabar con la pobreza en estas comunidades. Es también el caso de los proyectos que les conté. Finalmente, cuando el apoyo y el acompañamiento del donante acabó, las familias del primer proyecto fueron vendiendo todas sus crías hasta quedar igual que al principio, al igual que sólo algunas familias del segundo proyecto continuaron adquiriendo semillas de hortalizas y aprovechando el riego, hasta que la bomba de agua se dañó y todo el sistema fue olvidado.
- ¿Y cuáles aspectos culturales cree usted que determinaron ese lamentable abandono de tan hermosos proyectos? –Inquirí yo, un poco en guardia-
-Pues es lo que se muestra precisamente en el cuento de Ernesto Rivera –Respondió él con una sonrisa que pretendía ser cómplice- mientras nosotros, culturalmente no indígenas, dedicamos la mayor parte de nuestras vidas a trabajar sacrificadamente para adquirir todo lo que necesitamos, ellos lo obtienen todo de la naturaleza en poco tiempo. Como están acostumbrados a tomarlo todo de la naturaleza sin mayor sacrificio, cuando les llega ayuda para ellos es como si la misma naturaleza se las diera. Se va la ayuda y continúan como siempre.
La referencia al objeto de nuestras primeras charlas me tomó por sorpresa. Pero si algo había yo compartido plenamente con el cuento, fue la revelación que sintió Ernesto Rivera con respecto a la actitud de los indígenas con los que vivió: “Tienen todo el tiempo para ser felices porque todo lo que necesitan lo toman de la naturaleza, siembran sólo lo que consumen y en pocos días construyen sus casas con sus propias manos, mientras nosotros tenemos que trabajar toda nuestra vida para tener lo que tenemos, y nunca nos saciamos con nada”. Esas eran exactamente las ideas que me habían conmovido. Y ahora tenía ante mí a alguien que campechanamente las invalidaba, les quitaba toda razón. Pero esa actitud campechana de mi interlocutor había disipado en mi toda actitud defensiva y de instintivo rechazo. Comencé a sentir curiosidad por conocer cuál era la interpretación de nuestro cuento en cuestión que le permitía (o lo llevaba) a afirmar que el mensaje del cuento era todo lo contrario del que yo percibía. A falta de una pregunta que me permita conocer esa interpretación, solo traté de mantener la conversación sobre el tema.
-¿Por qué Ernesto Rivera no se quedó en la comunidad de ensueño que tanto le gustaba? – pregunté llevado de mis pensamientos, pues esa pregunta me preocupaba porque en el fondo yo no estaba de acuerdo con el regreso de Ernesto Rivera a una ciudad que lo condenaba a la soledad.
-Porque su comprensión de la sociedad y del universo era ya imposible de conciliar con esa cultura de incipiente desarrollo –me contestó mi interlocutor como si hablara de un tema para él muy bien conocido-. Ellos creían que los árboles, los ríos y los animales tenían espíritus sagrados. Esto determinaba su actitud para con la naturaleza y también determinaba sus valores sociales. El contar con el alimento que les permita subsistir era para ellos toda la ventura que podían desear y esperar.
Yo sólo guardé silencio demostrando un vivo interés, porque precisamente me estaba exponiendo esa interpretación del cuento que yo esperaba.
-En nuestra sociedad los individuos tienen muchas más posibilidades de aprender, descubrir o desarrollar nuevas ideas o nuevos conocimientos –continuó él al ver mi interés-. Esto nos lleva lógicamente a que exista una oferta siempre renovada de numerosos bienes y servicios, que van mucho más allá de satisfacer nuestras necesidades básicas, y apuntan a desarrollar nuevas capacidades individuales o sociales, a proveer mayores ventajas o comodidades, o simplemente nuevas fuentes de recreación.
-En la teoría económica, la Ley de Say dice que toda oferta crea su propia demanda –comenté yo siguiendo el hilo de la conversación-.
-Pero más allá de eso están las inquietudes metafísicas, la necesidad de comprender cada vez más y mejor cómo funciona el universo o cómo funcionamos nosotros mismos –dijo reflexivamente-. Aunque Ernesto Rivera se sentía solo en la ciudad, en esa pequeña comunidad campesina esta soledad se volvió insoportable. En esa comunidad no podía albergar ni la menor esperanza de compartir con alguien esas inquietudes.
-El regreso de Ernesto Rivera a la ciudad es el reconocimiento tácito de que él estaba equivocado en su valoración de esa forma de vida que tanto le impresionó –concluí yo creyendo entender claramente su punto de vista-.
Así es –dijo sonriendo con un dejo de tristeza-, ese es el verdadero mensaje del cuento. Pretender que una cultura ancestral pueda ser superior a nuestras modernas y tecnificadas culturas será siempre un error, porque todas las sociedades y culturas modernas provienen de culturas ancestrales que han continuado desarrollándose. La nuestra es herencia helénica, que se alimentó de la egipcia y de todas las culturas de ese tiempo. La modernidad no es enemiga de las culturas ancestrales y todos los pueblos tienen derecho a ella -continuó hablando con el mismo tono reflexivo-, las mayores y más antiguas culturas como la China y la India se han asimilado a la modernidad y ahora son potencias económicas y tecnológicas, conservando toda su riqueza ancestral. Las sociedades que se mantienen al margen de la modernidad, por la razón que fuere, ciertamente se encuentran en desventaja, aunque en muchos aspectos den la sensación de ser superiores. En una aldea donde todos tienen los mismos bienes y estos bienes además no son valiosos, todos dejan las puertas abiertas y en algunos casos ni siquiera tienen puertas. Pero donde se han acumulado bienes valiosos siempre se han necesitado murallas y puertas.  Por otra parte, en nuestra sociedad existen países como Japón, Suiza, y los países del norte de Europa, donde la gente devuelve los objetos perdidos y no existen robos de domicilios. Algunos valores tienen una base material, no cultural.
Esa noche, en mi rutina de ver (o escuchar) las noticias mientras me duchaba y me alistaba para salir a reunirme con un par de amigos, como hacía casi todas las noches antes de conocer a la que sería mi compañera de habitación por mucho tiempo, y que también tiene un papel importante en esta historia, me preguntaba hasta dónde tendría razón el expositor del taller de género. Recordé con claridad la parte del cuento donde Ernesto Rivera siente la revelación de lo atrozmente irracional que resulta la vida moderna y la compara con la vida de la comunidad. Me di cuenta que no podía dejar de compartir ese sentimiento y al pensar en ello creo que sentía exactamente lo mismo que sintió Ernesto Rivera en el cuento. Sin embargo, tampoco podía negar que el criterio de mi amigo el expositor (empezaré a llamarlo mi amigo porque en eso se convirtió en los pocos años que tuve la suerte de coincidir con él en mi vida) tenía bastante coherencia. De pronto me sentí intrigado por esta conclusión y decidí volver a leer el cuento para analizar los aspectos que él había señalado. Así, esa noche no salí. Para que no me esperen llamé a uno de mis amigos disculpándome por no ir, y releí el cuento. Y esa noche tuve un cambio de conciencia que marcó mi vida. Al estilo del cuento, yo también sentí como una revelación la conclusión a la que llegué:   Era maravilloso no tener que desvivirse para poder vivir, pero también es maravilloso el desarrollo moderno; no se trata de renunciar a la modernidad, sino de ponerla al alcance de todo el mundo. Esta “revelación” cambió mi manera de pensar y de ver las cosas. En cierta forma yo guardaba una especie de rechazo a la modernidad asumiendo como inherentes a ella la irracionalidad de un consumismo contaminante y esclavizante. Al imaginarme como Ernesto Rivera, viviendo en una comunidad indígena sin energía eléctrica y sin nadie que añore comprender cómo funciona el universo del que formamos parte, pensé que no habría soportado tanto tiempo como él.  Esa noche soñé que todo el mundo vivía en casas con todos los adelantos modernos y que yo disfrutaba trabajando desde mi cuarto vía internet.